Alaia, que esperaba a la niña dentro de la catedral, dejó que la pequeña se entretuviese un rato más con los juegos de luces de la vidriera, antes de llamar su atención.
– Taisa, cielo, ven un momento.
La niña se acercó a ella, y la sacerdotisa se puso en cuclillas hasta ponerse a su altura. Intentando sonreír, hizo una pausa, suspiró y continuó.
– Ya hemos llegado a nuestro destino. Ahora tendrás que quedarte aquí. Te darán alojamiento, te formarás y podrás quedarte hasta que seas más mayor.
Yo tengo que regresar ya.
Alaia abrazó a la niña con fuerza por unos segundos. Al fin y al cabo, prácticamente la había criado. Y se le partía el alma de tener que dejarla. Pero no tenía elección, debía volver para reportar a los reyes. Y debería retomar sus labores allí.
Antes de marcharme, tengo algo para tí…
Diciendo esto, descolgó el rosario que había llevado consigo siempre. Y dejándolo en las manos de la niña, le susurró «que la luz te cuide.»
Dio media vuelta, y se marchó conteniendo las lágrimas.
Taisa se quedó allí boquiabierta, y sobrepasada por los eventos de aquel día. No se esperaba aquello. No sabía que tendría que quedarse sola allí.
Y allí se quedó, recién llegada en aquella ciudad desconocida.
Completó su inscripción como acólita en la catedral, para formarse como sacerdotisa. Tal y como estaba previsto. Y se alojó en el internado del templo con otros niños y jóvenes que también se preparaban para ser sacerdotes y sacerdotisas de la luz.
Los instructores de la catedral eran muy amables. Y también sus compañeros. Pero se sentía muy sola, sin encontrar a nadie que realmente llenase aquel vacío que sentía en su corazón desde que Alaia se marchó. La única familia que había conocido.
Y los días, los meses y los años continuaron pasando. Mientras que crecía, estudiaba y entrenaba duro cada día. No tenía nada más, y puso todo su empeño en intentar convertirse en una de las mejores sacerdotisas de Mideralia.
Tenía claro que aquel era el destino que le esperaba…
Taisa salió a la calle desde la penumbra de la sala de exámenes, hacia la ciudad. Y tuvo que entrecerrar los ojos por la intensa luz con que el sol de media mañana bañaba las calles de Pontiveia.
Cuando su vista se acostumbró de nuevo a la claridad, pudo entonces observar con detenimiento el lugar.
Y así pudo confirmar viéndola ya desde dentro de las murallas, que la ciudad era realmente encantadora. En general se veía una ciudad viva y alegre.
El empedrado blanco y brillante de las calles contrastaba con el verde césped que cubría grandes áreas del suelo de la ciudad. Las casas estaban hechas de piedra y de madera sobre todo, y algunas encaladas. Casi todos los edificios eran de una sola altura, o dos como mucho. Y la mayoría de las casas tenían flores adornando las ventanas. Sólo destacaban especialmente en altura la catedral y el castillo.
Iba caminando guiándose por la torre de la catedral, que se divisaba en la otra punta de la ciudad. Aunque realmente no parecía estar muy lejos.
Acercándose hacia al centro que tendría que atravesar, se escuchaba bastante ajetreo, y comenzaba a verse bastante gente. Allí había una amplia plaza redonda, que parecía que la gente utilizaba como punto de reunión.
Los lugareños se amontonaban en grupos. Algunos sentados en los bancos que la circundaban, en el césped, o incluso de pie parados charlando. También había algunos puestos de mercaderes ofertando sus artículos a viva voz. Y gente entrando y saliendo de los comercios de la plaza.
Le pareció un lugar muy animado. Y dio una vuelta observando los artículos tan variopintos que vendían.
Continuó su camino hasta que las casitas dejaron paso a la plaza de la catedral, y al fin pudo verla entera.
Allí se quedó un rato parada observándola. Era bastante más pequeña de lo que parecía a lo lejos, realmente. Aunque debía ser por comparación con los demás edificios. Hacía juego con aquella pequeña ciudad.
Tenía, como era habitual en las catedrales, enormes ventanales con cristaleras de colores. Continuó hacia el interior, para ver cómo la luz entraba teñida por los cristales, bañando todo de colores.
Era precioso, y no podía hacer otra cosa que sonreír observando aquel hermoso efecto, e incluso se acercó a donde la luz caía para poner su mano y ver como también la luz multicolor caía sobre ella.
Tan ensimismada estaba la niña que no notó que Alaia ya estaba allí esperándola. La había visto entrar, y la observaba mientras hablaba con un hombre joven que vestía una túnica de color azul brillante.
No quiso interrumpirla, y la observaba divertida, aunque en su mirada se apreciaba cierta tristeza…
La Sacerdotisa del Oráculo, cuyo nombre era Alaia, partió con la niña tras la ceremonia de presentación, dejando a sus padres tristes. Aunque a la vez se sentían esperanzados pensando en que aquello era lo mejor para su hija.
Alaia decidió tomar el viaje con mucha calma. No tenían prisa por llegar, ya que la niña no podría comenzar su formación en el templo hasta que fuese algo más mayor.
Viajaron a pie la mayor parte del trayecto, parando en donde les daban asilo. A veces en posadas, a veces en graneros, a veces en pequeños templos. En ocasiones apenas paraban de caso, sin embargo en otros lugares se quedaban unos días, y en otros hasta varios meses.
Y así fueron pasando los años.
Aprendizaje
Durante el trayecto fue enseñándole muchas cosas. La pequeña aprendió a caminar, a hablar y a escuchar. También a escribir y a leer. Le enseñó historias, leyendas, las escrituras sagradas de los distintos dioses. Y enseñándole también a rezarles y a confiar en ellos.
Y aquel bebé fue convirtiéndose poco a poco en una niñita dulce e inteligente bajo su cuidado.
Pasaron por multitud de lugares, donde conocieron gente a la que siempre intentaban ayudar en lo que podían antes de proseguir con su camino.
Y viajaron y viajaron… hasta que Taisa tendría ya unos 8 años cuando por fin avistaron su destino, la ciudad de Pontiveia, capital del reino de Mideralia.
Realmente no era una ciudad muy grande, apenas parecía un adorable pueblecito comparada con otras. Pero tenía su encanto. Toda con casas sencillas de poca altura, sus castillos, y las torres de la catedral resplandeciendo a lo lejos bajo el sol de la mañana.
Se detuvieron al llegar ante las grandes puertas de la ciudad. Alaia, que llevaba a la niña cogida de la mano, la soltó para ponerla frente suyo.
La observó de arriba abajo para asegurarse de que fuese bien arreglada. Le atusó un poco el cabello, y sonriendo le dijo:
– Muy bien, Taisa, ahora tendrás que entrar sola y hacer caso a las indicaciones que te den, ya que toda persona que llega aquí por primera vez debe pasar unas pruebas. Nos encontraremos de nuevo en la catedral.
Tras decir esto, entraron por las grandes puertas que daban a un enorme recibidor con paredes de piedra, donde un par de guardias las saludaron amablemente.
El examen
En la sala había un mostrador también de piedra, y varias enormes puertas de madera. Algunas cerradas y otras abiertas.
Alaia se despidió de la niña con un gesto, y se marchó por una de aquellas puertas, dejando a Taisa frente a al mostrador al que casi no llegaba a ver, donde en un letrero se podía leer “Recepción”.
– Bien, bien, qué tenemos aquí …
Dijo una voz amigable al otro lado del mostrador. A lo que Taisa se puso de puntillas para ver a quien le hablaba, encontrándose con una señora de avanzada edad con cara redonda y cabello grisáceo de apariencia bonachona. Llevaba unas gafas pequeñitas de leer sujetas al cuello por una cadenita plateada.
– Ah, bien, es nueva aquí por lo que veo.
La niña asintió levemente, y la señora revisó sus documentos y le acercó una hoja a la niña
– Bien, pon aquí tus datos, pequeña.
Taisa tomó la hoja y la completó con la pluma que también le facilitó la señora, apoyándose sobre el lateral del mostrador. Cuando acabó, lo entregó de nuevo a la señora.
– Muy bien. Un momentito.
Le dijo sonriendo, y se paró unos segundos a leer la hoja. Revisó en un grueso libro que tenía sobre la mesa. Y de nuevo la hoja.
– Oh… Vaya.
Murmuró sorprendida la ancianita. Dejó las gafas sobre su libro, e hizo una pequeña reverencia sincera, ligeramente avergonzada.
– La estábamos esperando, señorita Taisa, ahora si es tan amable, pase a la sala de la derecha.
La siguiente sala parecía un aula de colegio. Como los que había visto en otras ciudades durante el viaje. Con varios pupitres con sus bancos de madera, cada uno con su pluma y su tintero.
El sol ya entraba a raudales en la sala por unos amplios ventanales, tras los que se veían interminables prados verdes. Se sentó en un banquito y miró alrededor. En seguida apareció de nuevo la señora del mostrador llevando más hojas, que dejó frente a Taisa, que lo miraba todo extrañada y un poco aturdida.
– Muy bien, complete esto, y cuando haya terminado tráigame los impresos, por favor.
Tras decir esto, volvió a marcharse haciendo otra reverencia.
Ahora, sola de nuevo en aquella sala, miró con detenimiento las hojas, y vio que era un cuestionario. Las preguntas eran bastante curiosas, sobre gustos, qué harías en determinadas situaciones y cosas así ¿A qué venía aquello?
Fue contestando a todo y volvió de nuevo al mostrador, donde aupándose de nuevo de puntillas, dejó sobre la mesa las hojas. La señora las tomó con cuidado, y las sacudió ligeramente para que la tinta terminase de secarse.
Vocación
Comenzó a leerlas, mirando también otros papeles que tenía sobre la mesa, mientras murmuraba y asentía con la cabeza satisfecha.
– Ajá, está claro. Todo en orden, señorita Taisa. Tal como era de esperar los resultados del test confirman su aptitud para ser Sacerdotisa de la Luz, es decir, Sanadora. Puede dirigirse ahora a la catedral para solicitar su inscripción para iniciarse como acólita.
Señaló una puerta con la mano.
Taisa se dirigió en la dirección indicada ensimismada y aturdida por tantas cosas nuevas.
Ella sabía que el objetivo de su viaje era llegar allí, pero aún no sabía a ciencia cierta que era para formarse como Sacerdotisa.
¡Ni mucho menos se esperaba un examen! De hecho, nunca había hecho uno hasta ahora.
Y lo que más daba vuelta en sus pensamientos era aquella palabra que acababa de escuchar por primera vez: “Sanadora”.
La primavera acababa de llegar, y los verdes bosques que rodeaban la ciudad brillaban más que nunca, bajo el cálido sol que adornaba el cielo.
Por fin parecía haber terminado la larga época de lluvias, y las flores comenzaban a brotar por todas partes.
Según uno se aproximaba a las inmediaciones de la capital del reino podía notar el bullicio y la alegría en el ambiente, que parecía indicar que aquel no era un día común.
Y así era: En aquel hermoso domingo de primavera, había nacido al fin la hija primogénita de los reyes del reino de Gallaecia, y la población se encontraba feliz con los preparativos de los festejos que se iban a celebrar por tal acontecimiento.
Algunos sirvientes terminaban de preparar la gran sala del trono, que adornada con las mejores galas y miles de flores blancas albergaría en breve la presentación de la princesa. Cuando uno de los mayordomos llegó a avisarles de que era la hora, a lo que todos tomaron sus posiciones, se abrieron las puertas del castillo, y la gente comenzó a entrar y buscar un buen sitio desde el que no perderse nada.
La espera se hizo algo larga por la impaciencia de los invitados, pero en seguida aparecieron los monarcas. El Rey lucía imponente con su pomposo atuendo y su capa carmesí, y la reina le seguía con un vestido azul celeste, irradiando felicidad maternal, y llevando entre sus brazos la pequeña causa de toda aquella expectación.
Entonces, retiró el paño con delicadeza, y mostró el bebé a todos los habitantes de la ciudad. Un murmullo de ternura recorrió la sala, mientras observaban a la pequeña. Era morena de piel y cabello, y los ojillos que apenas mantenía abiertos se entreveían marrones como la miel.
Como era tradición, la sacerdotisa del oráculo se presentó ante la niña, y tomó aquella pequeña manita sobre la suya, mientras la gente murmuraba inquieta.
La sacerdotisa observó por unos minutos que se hicieron eternos la mano de la niña. Y a continuación volvió la vista a sus padres con un gesto de dolor en su rostro, y acercándose a ellos, les habló en susurros:
– Majestades, siento ser portadora de malas noticias. Pero aunque esta niña será hermosa, inteligente y bondadosa, y traerá mucho bien al mundo, no podrá disfrutar de la vida lujosa del castillo.
Deberá realizar muchas buenas obras, vivir una vida sencilla y sufrir mucho en su camino para pagar por las acciones de una vida pasada. Sólo entonces, podrá al fin alcanzar la felicidad.
Y así, como indica la tradición, me ha sido revelado también en mi visión el nombre que ha de portar. Y deberá llevar el nombre que ya llevó en su pasada existencia.
Los reyes atónitos la miraron con gran tristeza, mientras en la sala la gente se inquietaba al no saber qué ocurría.
La sacerdotisa se giró a la multitud y acallándolos con sus gestos habló en alta voz:
– La niña se hará llamar Taisa.
Hizo una pausa mientras hacía una reverencia ante los reyes y la princesa.
– ¡Podeis aclamar ahora a Taisa Vagalume, Princesa de Gallaecia!. –
Continuó solemnemente, a lo que la sala rompió en aplausos y gritos de júbilo como era de esperar. Ya que nadie tenía idea de la agorera profecía que pesaba sobre aquella niña.
La sacerdotisa se giró de nuevo hacia los reyes, que entendieron que no podían hacer nada por cambiar la situación, besaron a la niña, y la entregaron a la sacerdotisa, que continuó hablando al pueblo mientras mostraba el bebé a la gente sobre sus brazos extendidos.
La sacerdotisa continuó hablando a la multitud que seguía atenta, dándoles una vaga excusa de lo que ocurriría a continuación.
El designio de los dioses es que la Princesa les sirva y venere en su templo, por lo que he de llevarla conmigo, para convertirse en Sacerdotisa de la Luz.
¡Y algún día volverá a Gallaecia para ser vuestra reina!
La gente aplaudió hasta cansarse, y festejaron en el banquete que prosiguió a la celebración, sin saber el dolor que llenaba el corazón de sus monarcas.
Aquel día que habían visto a su primera hija por primera vez, también la verían marcharse. Aunque sabían que estaría bien, ya que confiaban en la Sacerdotisa del Oráculo, y en que los dioses cuidarían de ellas.
Y por ello, desde aquel momento en que la Sacerdotisa del Oráculo partió hacia tierras lejanas con su pequeña Taisa, rezaron con aún más ahínco, rogando por el día en que su hija volviera a casa.